Foto gentilmente cedida pelo amigo jornalista João Alberto
CONTRABANDO
Os
arbustos ribeirinhos balançavam lentamente, movidos que eram por uma brisa de
entrada da primavera.
O
rumor de maior vulto, naquela calmaria, era o marulhar do rio nos pedregulhos.
Muito ao longe, o latido dos cães nalguma estância.
Gimenez
esperava, mastigando nervosamente uma folha.
Atrás de si, quatro gordas mulas cargueiras,
carregadas até “os topes” de charque. Uma delas, mais afoita, começou a escavar
o chão. Gimenez soltou uma praga: “Quedate quieta, hija de puta!!” Como se entendesse, o animal voltou a
apaziguar-se.
Era
horrível, cada minuto lhe parecendo horas, dias, meses!
A
Lua, por breves instantes, surgiu por dentre as trevas. De relance, e
procurando se ocultar mais, Gimenez contemplou-a e isso, momentaneamente, desanuviou-lhe os pensamentos.
Lembrou-se
de Maria. Brasileira, filha duns gringos
que possuíam uma venda forte lá para as bandas do Cerrito. Gimenez jurara que
se casariam e teriam um rancho todo caiado de branco, um jardim e ... ah, sim!
daria a ela um vestido daqueles finos,
que um dia vira, quando fora a Montevideo.
Lembrou-se
também da última vez que se falaram, e do que Maria achara da nova profissão:
-
Essa não, amor ! Os aduaneiros te matarão! Eu te quero vivo! - e, ao dizer isso, atirou-se em seus braços.
Gimenez
ainda sentia o perfume de seus cabelos
- cheiro a flor de laranjeira,
dessas bem crioulas, nascidas em fundo de pátio.
-Mas
“negra”, sou pobre, e para os pobres a vida deixa poucos caminhos...
Entre ser peão de estância, viver de changa, ou ser contrabandista,
prefiro a última. Pelo menos, sou dono do meu nariz!
Voltou
à realidade ao ouvir um longo assobio seguido de dois breves. Era o sinal.
Sorrateiramente,
guiou as bestas em direção ao rio.
No
lado uruguaio havia a proteção dos salseiros. E no brasileiro? Somente os
sarandis. Depois, o campo. Campo limpo e banhado.
Naquele
local, o Jaguarão não tinha mais que um metro de profundidade; o perigo eram as
pedras, principalmente as pontiagudas e cobertas de limo.
Em
pouco tempo, estava no Brasil. Agora era rumar ao ponto de encontro: um
cabonete onde, soberbamente, dominavam cinco coposos butiazeiros.
De repente, um grito:
- Quem vem lá?
Gimenez mandou a senha:
- Zorro manso!
Por segundos , tudo ficou em silêncio. A vida parecia que parara.
Gimenez, pressentindo o perigo, apertou com
vontade o Smith. Um brado ecoou na solidão do pampa: “Fogo!” Clarões
rasgaram a escuridão. Cheiro de pólvora. Cheiro de morte.
As mulas fugiram, engolidas pela noite.
Gimenez esporeou o cavalo, buscando o caminho
já percorrido, galgando o outro lado. Seu “45” pipocou, infernal. Ouviu gritos de dor.
Sentia as unhas-de-gato rasgar-lhe as roupas e a carne. O rio! Tinha de
alcançá-lo! Era seu último elo com a vida!
Faróis se acendiam. Mais alvoroço: “Este
castelhano, hoje, não escapa!”
De repente, sentiu seu ombro flamejar, parecia
que havia sido marcado. Estava ferido!. Instintivamente, agarrou-se às crinas
do cavalo, que, bravamente, nadava em direção a outra margem.
Pensou em Maria... no rancho... Depois, tudo
começou a girar. Acreditou que a vida
lhe fugia.
Gimenez acordou. Quanto tempo havia se
passado? Não sabia como precisar. Sentiu o pasto molhado de orvalho tocando-lhe
a cara. A seu lado, o fiel pingo. Deu-lhe uma olhada e balbuciou: “Gracias,
viejo!” A boca estava seca. Tinha frio.
No
firmamento, as estrelas cintilavam e as primeiras barras do dia começavam a
contracenar com a placidez do Jaguarão.
Um
casal de garças cruzou o céu.
Gimenez
sentiu, lentamente, lágrimas rolarem pelo seu rosto quase imberbe.
Como
era gostoso estar vivo!
CONTRABANDO
Los arbustos ribereños se mecían lentamente, movidos que eran
por una brisa de entrada da primavera.
El rumor de mayor tamaño, en aquella calma, era o olear del
río en los pedregullos. Muy a lo lejos, el ladrar de los canes en alguna estancia.
Giménez esperaba, masticando nerviosamente una hoja.
Atrás de sí, cuatro
gordas mulas cargueras, cargadas hasta “el tope” de charque. Una de ellas, más nerviosa,
comenzó a cavar el suelo. Giménez soltó una maldición: “¡Quedate quieta, hija
de puta!” Como se entendiera, el animal
volvió a calmarse.
Era horrible, ¡cada minuto le parecía horas, días,
meses!
A Luna, por breves instantes, surgió por entre las tinieblas.
De relance, y momentaneamente, se le disiparon los pensamientos.
Se acordó de María.
Brasileña, hija de unos gringos que tenían un comercio fuerte allá para las
bandas del Cerrito. Giménez había jurado que se casarían y tendrían un
rancho todo encalado de blanco, un jardín y... ¡ah, sí! Le daría un vestido de aquellos
finos, que un día vendrá, cuando vaya a Montevideo.
Se acordó también de la última vez que se hablaron, y
que María achara da nova profesión:
- ¡Por favor no, amor! Los aduaneros te matarán! ¡Yo
te quiero vivo! - y, al decir eso, se lazó a sus brazos.
Giménez todavía sentía el perfume de sus cabellos - olor
a flor de naranjo, de esos bien criollos, nacidos en el fondo del patio.
-Pero “negra”, soy pobre, y para os pobres la vida deja
pocos caminos... Entre ser peón de estancia, vivir de changa,
o ser contrabandista, prefiero la última. ¡Por lo menos, soy dueño de mi nariz!
Volvió a la realidad al oír un largo chiflado seguido
de dos breves. Era la señal.
Matreramente, condujo las bestias en dirección al río.
En el lado uruguayo estaba la protección de los sauces.
¿Y en el brasileño? Solamente los sarandís. Después, el campo. Campo limpio y
bañado.
En aquel local, el Yaguarón no tenía más de un metro
de profundidad; el peligro eran las piedras, principalmente las puntiagudas y cubiertas
de limo.
En poco tiempo, estaba en el Brasil. Ahora era
rumbear al punto de encuentro: un montecito
de eucaliptos donde, soberbiamente,
dominaban cinco coposos butiás.
De
repente, un grito:
- ¿Quién viene?
Giménez mandó la
seña:
- Zorro
manso!
Por unos segundos,
todo quedó en silencio. La vida parecía que había parado.
Giménez,
presintiendo el peligro, apretó fuerte el Smith. Un grito resonó
en la soledad de la pampa: “¡Fuego!” Fogonazos rasgaron la oscuridad. Olor de
pólvora. Olor de muerte.
Las mulas huyeron,
tragadas por la noche.
Giménez le
clavó las espuelas al caballo, buscando el camino ya recorrido, subiendo el
otro lado. Su “45”
estallaba, infernal. Oyó gritos de dolor. Sentía las uñas de gato rasgándole las
ropas y la carne. ¡El río! ¡Tenía que alcanzarlo! Era su último eslabón con la
vida!
Faroles se prendían.
Más alboroto: “¡Este castellano, hoy, no se escapa!”
De repente, sintió
su hombro flamear, parecía que había sido marcado. ¡Estaba herido!. Instintivamente,
se agarró a las clinas del caballo, que, bravamente, nadaba en dirección a la otra
orilla.
Pensó
en María... en el rancho... Después, todo
comenzó a girar. Creyó que la vida se le iba.
Giménez despertó.
¿Cuánto tiempo había ya pasado? No sabía cómo calcular. Sintió el pasto mojado
de rocío tocándole la cara. A su lado, o
fiel pingo. Le dio una mirada y balbució:
“¡Gracias, viejo!” La boca estaba seca. Tenía frío.
En el firmamento, las estrellas parpadeaban y las
primeras barras del día comenzaban a contracenar con la placidez del Yaguarón.
Un par de garzas cruzó el cielo.
Giménez sintió, lentamente, lágrimas rodaron por su
rostro casi imberbe.
¡Cómo era lindo estar vivo!
*Tradução para o espanhol:
Dos amigos: Advogado e tradutor: Juan Pedro Alvez Suarez (in memoriam) e da professora Carina Lopez